El sueño del capitán
Tres pasos, siempre hacia
delante, sin miedo, con prisas. Pisando fuerte, respirando profundo.
Estirando unas insolentes piernas que cansadas, parecen no querer
corresponderse con el compás acelerado de un autómata corazón.
Cientos de miles de gargantas ponen el sonido de un ambiente que
quedará tatuado para siempre bajo su piel, la del rencoroso olvido.
El juez le llamó a cita
y éste no quiso esquivar su destino. Cabeza alta, la responsabilidad
de un maleducado suspiro y cinco pasos, esta vez a la carrera,
simulando el trote de esos caballos que no ven más allá de la
zanahoria. Entonces, palo.
Silbido lujurioso que
quedó reducido a derrota. Once metros, tres segundos y el fin.
Escuadra derecha, portero vencido, que no hundido, hacia la izquierda
y un balón perdido buscando la nube sobre la que consolar la pena de
un sueño roto.
Sobre el azul, un blanco
e inmaculado seis. Sobre la historia del fútbol un nombre con
mayúsculas, Franco Baresi.
El calor había
sorprendido tras la esquina a la mañana que tímida había salido a
su encuentro. Nadie podía presagiar que con semejante luz, pronto la
sombría oscuridad llenaría hasta el último de los centímetros de
aquel hotel de concentración. Su cabello no era el de antaño y tras
de sí asomaban reflejos de veteranía. No era para menos, él no era
otro más..
Su nombre lo construyó
sobre el gen del esfuerzo y el carisma. Resulta casi paradójico que
el Inter de Milán le rechazara por escuálido, cuando alrededor de
él se gestó la columna vertebral del Milán más poderoso de la
historia rossonera, el de Sacchi, el de “los inmortales”
Todo transcurría
conforme a lo establecido, e inexorablemente se fueron consumando los
meses en el calendario hasta llegar a aquella mañana.
Previsiblemente, lo impredecible suele ser sinónimo de desorden en
el acontecer diario y aunque existan personas que hacen de ese no se
qué su dosis de adrenalina para aguantar el triste devenir de la
monotonía, en la agenda de todo gris individuo, suele significar, casi siempre,
algún tachón sobre el blanco del folio.
Si no fuera porque era
uno de esos a los que denominaban “inmortales”, el final de aquel
suceso estaba lejos para el protagonismo de un ser cualquiera. Un
hecho extraordinario recomienda que sus líneas sean descritas por la
mano peculiar de aquellos que se salen de lo formalmente establecido.
El sexto mes del año no
había hecho más que aparecer y ya sonaban los acordes de fiesta en
EEUU. Un año el de 1994 y un país al que el fútbol llegó como un
invitado extraño al que todos miran con recelo tras el banquete.
Allí, fútbol es soccer y el baloncesto es quien devora todo el
pastel bajo los tímidos reproches del beisbol o el fútbol
americano.
Striker, la fiel mascota
de aquel evento, pudo “olfatear” el poder de aquel disparatado
negocio y convivió, sin duda, con una de las anécdotas más dignas
de alabanza vividas cada cuatro años en el mundo del fútbol, cuando
un simple deporte es capaz de detener el mundo en un segundo.
Esa mañana no era otra
que la del 23 de junio y suponía el segundo partido de la fase de
grupos para la Italia de un Sacchi incapaz de transmitir lo vivido en
el Milan, a la Azzurra. Cambió la mentalidad de un país, pero no
pudo con la rigidez de una selección de fútbol.
Tras la debacle ante
Irlanda, esperaba Noruega para calibrar las posibilidades al trono
del fútbol de una selección italiana que ya se quedó a dos pasos
de conquistarlo cuatro años atrás con los ojos de su propio país
como testigo.
Aquel partido se ganaría,
pero hubo algo más que sólo el paso del tiempo ha permitido
magnificar hasta el punto de hablar de leyenda sustentada sobre los
visos de una verdad.
Con la primera parte
agonizando sus minutos en el marcador, el trote de Baresi se rompe.
La carrera desaparece y es entonces cuando entra en escena el dolor.
Italia perdía a su líder y capitán y al eterno seis, la última
opción para hacerse con el único de los galardones a nivel
colectivo que le faltaban por conquistar, el trono del Mundial. La
conquista del 82 no fue más que una cruel mueca de los analistas que
le adjudican aquella copa como parte de sus méritos, pero lo cierto
es que ni tan siquiera había debutado con la maglia. Injusticias
nunca recompensadas.
Lo cierto es que se
rompió con tanta celeridad que sus meniscos apenas tuvieron tiempo
para excusarse por lo ingratitud de semejante desfachatez. La prensa
daba por hecho que el jugador se perdería la cita, pero fue operado
y se vistió de largo para ejercer de guía espiritual en una Squadra
que ejercía a la deriva sin las órdenes de su capitán al timón.
Italia supo cómo llegar
a la final para brindar a su capitán la oportunidad de sorprender al
mundo. El 17 de julio recuperado y con más hambre de victoria se
coló en el once de un Sacchi que confiaba ciegamente en las
posibilidades de un hombre que sólo a un 50% ya es superior a muchos
que dicen rendir el doble. Era su momento y en aquel país de
excentricidades dejó una de las semillas de esas sobre las que
arraiga el mayor escéptico. Con Baresi sólo valía creer en él.
Tres pasos, siempre hacia
delante, sin miedo, con prisas. Pisando fuerte, respirando profundo.
Estirando unas insolentes piernas que cansadas, parecen no querer
corresponderse con el compás acelerado de un autómata corazón.
Cientos de miles de gargantas ponen el sonido de un ambiente que
quedará tatuado para siempre bajo su piel, la del rencoroso olvido.
El juez le llamó a cita
y éste no quiso esquivar su destino. Cabeza alta, la responsabilidad
de un maleducado suspiro y cinco pasos, esta vez a la carrera,
simulando el trote de esos caballos que no ven más allá de la
zanahoria. Entonces, palo.
Silbido lujurioso que
quedó reducido a derrota. Once metros, tres segundos y el fin.
Escuadra derecha, portero vencido, que no hundido, hacia la izquierda
y un balón perdido que de haberse colado por la escuadra hubiera
recompensado el esfuerzo de un jugador único que sobre azul o
rossonero ha impreso su nombre y su seis en la historia del fútbol
mundial.
Fernando Sosa
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